Nostalgia de tiempos ajenos
Confieso mi predilección por las
biografías y más en especial por las autobiografías, género que a mi juicio
parece estar viviendo una leve decadencia. Afortunadamente para mí he podido
hacerme con un rinconcito en la biblioteca con las biografías de personajes
catalanes del siglo pasado que despuntaron en sus respectivos campos de trabajo.
Así pues, he leído las memorias de Jordi Solé Tura, Carles Sentís, Francesc
Casares, Esther Tusquets, Josep Benet, Lluís Duch, Jordi Llovet, Fabián Estapé
y tengo las de Jordi Pujol y las de Ramon Trias Fargas en la mesa de espera.
A menudo he oído decir que las
autobiografías no son más que ficciones noveladas escritas con mayor o menor
acierto por el interesado. Y no le falte razón a quien piense de ese modo, pero
por lo que a mí respecta poco me interesa la verdad de los hechos, más bien lo
que busco, recuerdos y anécdotas, difícilmente pueden ser falseados. Ayer tarde,
empecé Mi vida de Joseph Ratzinger que espero acabar mañana y
como suele ser habitual en mí al acabar unas memorias, siento cierta añoranza
de un tiempo que no he vivido.
Se me hace un tanto difícil no
comparar las experiencias de los biografiados con las mías propias
especialmente con respecto a sus etapas de formación.
Reconozco mi obsesión casi enfermiza por la banalidad que inunda nuestras vidas
en la actualidad. Sí, es algo que he repetido a todos los que me rodean y
siempre he obtenido de ellos la misma respuesta “eres un exagerado”. No, creo que no exagero, pues más
quisiera yo y aunque sí reconozco un pesimismo en cierto modo descompensado ni
mucho menos se trata de un ningún catastrofismo, sino más bien una disconformidad con lo presente.
Decía que ayer empecé las
memorias de Benedicto XVI que por el momento están cambiando por completo mi
modo de tratarlo, algo parecido a lo que me ocurrió también con Ester Tusquets.
De Josef me sorprende la tenacidad con la que emprendió sus estudios durante la
guerra y su capacidad para entablar un diálogo serio y cauteloso con sus
condiscípulos y maestros. De Esther, en cambio, me fascinó su esfuerzo por
mantener sus ideas en un mundo cambiante y su paulatina mudanza a medida que
pasaban los años. Ellos no son más que dos ejemplos de una extensa retahíla de
personajes a los que considero mis maestros aun no habiéndolos conocido en
vida.
La perseverancia de Joan
Corominas al teclear letra a letra su Onomasticon Cataloniae; la
paciencia de Eusebi Colomer al redactar sus historias de la filosofía; la sencillez
con la que José Manuel Blecua Teijeiro exponía sus clases sin restos de la
petulancia de los jóvenes FPU de nuestros días; el olfato atrevido de Josep
Maria Castellet y de Jaume Vallcorba; los kilómetros recorridos por Antoni
Badia i Margarit y Joan Veny en busca de palabras y expresiones; la severidad
con la que suspendía Rafael Lapesa a sus alumnos los cuales seguían adorándolo;
en fin, todas estas son muestras diminutas de un mundo pasado al que me resisto, con no
pocas dificultades, a abandonar.
Evidentemente que hay gentes así
en nuestros días y claro está que no todo lo anteriormente expuesto fue
maravilloso, la vida es mucho más compleja, por supuesto. Aun con todo, me preocupa que se abandonen
ciertos caracteres en nombre de la ideología del progreso que desde luego poco
nos ha aportado hasta ahora. A veces me pregunto si cabría la posibilidad de reintroducir viejas costumbres en nuestro tiempo. En todo caso, lo debatiremos otro día, aprovechemos el verano para acabar las memorias que nos quedan.
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