Mercamuerte

    La señorita Puri acude a caja, esta vez a una de verdad, y lo hace para cobrarnos unos cuantos miles de euros, eso sí, enlutada de arriba a abajo y con el pésame en los labios. Puri sabe hacer buenos negocios y cualquiera que haya pisado un tanatorio ha podido percatarse de ello.

    En el gran bazar de la muerte, las familias eligen la mejor manera de despedirse de su ser querido, o no tan querido, de entre un millar de opciones. Ataúd de cerezo, de pino, de caoba o de roble; sudario de lino, de algodón o de seda; maquillaje casual, de fiesta o cóctel; flores de temporada o de invernadero; música clásica, heavy metal, los Pecos o mariachis; incinerado, enterrado o convertido en joya; misa larga, corta o lo justito y necesario para irse zumbando a hacer el aperitivo que, por cierto, está riquísimo; párroco católico, protestante o mi cuñado lee un poema que se ha bajado de Internet. ¿Qué quiere para su difunto en este día tan especial?

    Y no hablemos de ese edificio tan grande, tan blanco y tan limpio que no huele a nada. ¿Con qué carajos limpian un tanatorio para que quede el suelo como los chorros del oro? Claro, como el susodicho no desprende un grato olor lo disimulamos como podemos. ¿Y esa cabina con el aire acondicionado a toda pastilla que hace revolotear la cinta de la corona con el imperdonable mensaje de tus compañeros de petanca te recuerdan? No me dirán que no estarán bien atendidos. Uno se muere solo una vez en la vida.

    No hace falta tampoco volver a los ritos de antaño como velar el cuerpo en casa o enterrarlo en cualquier hoyo al más puro estilo americano. De acuerdo, es verdad, no es necesario porque nuestra sociedad ha sabido elaborar un plan de logística mortuoria más eficaz y racional, pero desde luego totalmente indigno. Se gestiona la muerte como si fuera un residuo más a tratar, pero eso sí, bien adecentado para no herir a los nuestros. Y eso en el caso de que uno en vida haya apartado un dinerillo o haya pagado religiosamente el seguro de los muertos. Porque para aquellos que no hayan previsto su final, el Estado les reserva una cajita de pino de 75 € y una plaza provisional, pero que muy provisional en la que reposar.

    La experiencia traumática de la muerte de miles de conciudadanos meses atrás no nos ha bastado para acabar con esta nuestra cultura de la muerte que lejos de ayudarnos a superar el duelo, nos hunde más en él. No podemos dejar la gestión de los cuerpos en manos de un puñado de empresas que se reparten el mercado al mejor precio, aunque más valdría que de esto habláramos en otra ocasión. Por de pronto conviene reflexionar sobre un nuevo modo de morir y si queremos encarar lo irremediable de una forma más humana y más digna para nosotros y para el que se va.

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