La pluma de Francisco
De vez en
cuando, como si de un recordatorio anual se tratara, el Papa saca a ventilar la
cuestión de los homosexuales engendrando tras de sí un alud inmediato de
reacciones anticlericales, por más que en esta ocasión no haya dicho nada que
no supiéramos ya. Francisco sabe que con la rara excepción de cuatro cristofrikis
entre los cuales, ¡ay de mí!, me hallo, a nadie le importa lo más mínimo su
opinión, mucho menos a los homosexuales, por supuesto. En realidad, esta última embestida hubiera pasado, como
todas las anteriores, sin pena ni gloria si no fuera por el detalle que el Papa
se ha visto obligado a matizar sus palabras en una carta redactada a mano y
dirigida al padre James Martin. En los últimos años, este sacerdote americano, que es
jesuita, por si alguien lo dudaba, ha contribuido a tender puentes entre la
comunidad LGTB y la Iglesia con acercamientos ciertamente peculiares y controvertidos,
pero cargados de buena fe. Al menos, a diferencia del mentecato de Ariño, del que
un día hablaremos, el padre Martin cuenta con algunas reflexiones interesantes.
Por fortuna el
talante de Francisco dista mucho de sus dos antecesores, a los que ni hartos de
vino se les hubiera ocurrido puntualizar una cuestión como esta, véase la
infausta carta pastoral que (San) Juan Pablo II y Benedicto XVI escribieron mano
a mano sobre la atención a las personas homosexuales[1], y,
en este sentido, ha logrado matizar sus declaraciones para la Associated Press.
Aunque el gesto se agradece, francamente la rectificación resulta inservible y
no contribuye a solucionar nada, pues se limita a ampliar la respuesta que ya dio
en su entrevista. Según le refiere a Martin en su carta, donde Francisco dijo «la
homosexualidad es pecado», debió decir en realidad «la homosexualidad es pecado
como cualquier otro acto sexual fuera del matrimonio». Casi nada, una ligera
omisión. El gozo de los tradis en un pozo.
Con todo, el
Papa sigue sin explicar por qué un joven homosexual debería aguardar el resto
de sus días en la soledad del celibato mientras que su amigo heterosexual puede
casarse con el amor de su vida por el mero hecho de que la Iglesia considere su
conducta como no desviada. No entramos aquí en la cuestión de si los
homosexuales deberían casarse por la Iglesia, yo creo que no, no es necesario,
sino de algo más sencillo como lo es la unión y la convivencia de dos personas
del mismo sexo. ¿Debe un homosexual quedarse soltero porque la Iglesia sea
incapaz de modificar su antropología teológica? Este es en realidad el quid
que ni Francisco, en la recta final de su papado, ni su sucesor, desde luego
mucho más conservador y sino al tiempo, van a enfrentar. Entre tanto, los
institutos de vida y teología del cuerpo continuarán pontificando sobre el
varón y la hembra y soslayando a los homosexuales a los que, según dicen,
respetan mucho, pero aprecian poco o nada.
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